Ya habían pasado dos días
desde el entierro de Diego, cuando una mañana un número desconocido hizo sonar
el móvil de Rosario, despertándola:
—¿Sí,
diga?—contestó mientras se incorporaba en la cama.
—Buenos días. Soy Juan Carlos
Escudero. Quisiera hablar con doña Rosario Lima.
—Soy yo.
—Encantado, señora Lima. Soy el
gestor que está tramitando el testamento de su difunto esposo. He hallado un
documento que me gustaría comentar con usted. ¿Sería posible que nos viéramos
esta misma tarde a las cinco?
—Sí, sí, perfecto.
Espere, que busco algo para escribir y tomo nota de la dirección—respondió
Rosario.
Se trataba de una oficina situada en el céntrico Paseo de Gracia barcelonés, muy cerca de su
domicilio. Después, la viuda puso el despertador para tener el tiempo justo
para ducharse y llegar puntual a su cita. Apagó la luz y volvió a cerrar los
ojos. Debido a los hechos que acababa de vivir, no dejaba de tener sueños
agitados. De todas formas, los prefería mil veces a la terrible realidad de su
recién estrenada soledad.
Había dormido tanto en esos días, que tan solo consiguió
conciliar el sueño durante una hora. Estaba segura de que había despertado a
causa de la pesadilla. De nuevo, surgió aquella escena en la que ella abría la
puerta del maldito camerino y se encontraba con Diego agonizando. Esta vez, sin
embargo, había conseguido llegar hasta donde estaba el cuerpo de su marido a la
vez que gritaba:
—¡Diego,
no me dejes, Diego!
Acarició con ternura el
rostro de su marido. La mirada azul del guitarrista era aún más fría de lo que
había sido durante sus últimos días de vida. Las palabras que surgieron de los
labios de su amado se le grabaron a Rosario:
—No soy Diego.
Después falleció de nuevo
entre sus brazos.
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