—Buenos días. ¿Cómo está este
chiquitín?—dijo la hermana Pilar entrando en la habitación.
—Es un tragón. Acaba de comer.
Todavía no había amanecido
y Lola estaba dormitando después de haber dado de comer a Miquel. Aquel iba a
ser un día importante. Si todo iba bien y los médicos no decían lo contrario,
madre e hijo se irían a casa.
—Venga, pues vamos a ponerte guapo—dijo la monja cogiendo
al niño—. ¡Qué lindo eres, madre mía!
Lola sonrió mientras la hermana
salía de la habitación con su bebé en brazos. Estaba impaciente por abrazar a
su hijo mayor Martí, al que no veía desde la noche en que había nacido Miquel.
Quería ver la cara que pondría al conocer a su hermanito recién nacido. Seguro
que llegarían a ser buenos compañeros de travesuras. Se sentía muy ilusionada
ante esa perspectiva. Había formado con Isidre una familia como siempre había
soñado.
Mientras ella vivía
esos deliciosos instantes, la hermana Pilar se dirigió a la habitación privada,
dónde estaban la dama y su marido y llamó a la puerta:
—Pase—ordenó una voz firme desde
dentro.
La monja obedeció y
después de cerrar, puso con cuidado el bebé en los brazos de aquella mujer
mientras su marido observaba mudo.
—Aquí está, señores
Torres. Enhorabuena, son ustedes los padres de un niño precioso.
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