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viernes, 20 de mayo de 2016

PRIMERA CUERDA-Mi- Las Maravillas-6

6
Ya casi había amanecido cuando Rosario se decidió a llamar a Luis.

—¿Sí?— Su voz parecía recién salida del mundo de los sueños.

—Hola. Soy Rosario. ¿Sabes dónde está Diego? Aún no ha llegado a casa. He llamado a su móvil y no da señal. Creo que lo tiene apagado.

—¿Diego? Ayer lo dejé solo en el camerino, cambiando algunas cuerdas de la guitarra. No me dejó hacerlo a mí. ¿Dices que aún no ha llegado a casa?

—No. Oye, te cuelgo. Voy a llamar al Palau de la Música, a ver si cuando salió le dijo a alguien donde se iba—replicó ella.

—Llámame si necesitas cualquier cosa, Rosario —añadió Luis. Lo dijo de todo corazón.

 Desde el día en que la había visto por primera vez en aquel teatro de Almería, ya no había podido quitársela de la cabeza. Aquel cuerpo esbelto y aquellos ojos verdes habían hecho carambola en su corazón. Todo ello acompañado de una muy bien amueblada cabeza. Sentía pensarlo, pero Diego no le llegaba a su mujer ni a la suela de su zapato.

Todos esos sentimientos y pensamientos estaban condenados a permanecer encerrados en lo más profundo de su corazón. Sus condiciones de empleado y, sobretodo, de amigo de Diego le impedían ir más allá en ese aspecto. Lo suyo sería un amor platónico como el que describían los escritores románticos.

Aquella mañana ya no conseguiría dormir más. Decidió darse una ducha y vestirse por si tenía que ir a algún sitio a buscar al genio y devolverlo a su cueva. Acababa de secarse cuando sonó de nuevo su móvil. Era ella.

—Dime, Rosario, ¿se sabe algo?

—Luis, Diego no salió ayer del Palau de la Música y el camerino está cerrado. Por lo visto la cerradura hacía días que se atascaba y no la habían arreglado. Han estado llamando a la puerta pero no contesta. Han avisado a los Mossos de Esquadra para que la abran. Yo cojo un taxi y me voy hacia allí. Estoy demasiado alterada para coger el coche.

—Ahora mismo voy yo también—respondió el asistente, asombrado ante lo que acababa de escuchar.

Se vistió a toda velocidad, cogió las llaves de su Honda Civic rojo y se dirigió hacia el Palau de la Música. El tráfico de Barcelona era fluido, en parte debido a que era sábado y todavía no eran ni las ocho de la mañana. Dejó el coche en el aparcamiento del Mercat de Santa Caterina y salió corriendo. Quería estar junto a Rosario en el momento en que los Mossos abrieran la puerta. Cuando llegó ya había un par de coches de la policía autonómica y una ambulancia. Un grupo de curiosos surgidos de los transeúntes  madrugadores se preguntaban unos a otros qué estaban haciendo allí los del servicio de emergencias. Algo gordo debía haber sucedido dentro.

Luis entró al Palau después de identificarse ante el agente que custodiaba el acceso y se dirigió hacia la puerta del camerino que la noche antes había ocupado Diego. Llegó junto a Rosario que estaba junto a una multitud.

—Ya estoy aquí—susurró. Ella no respondió, ni siquiera lo miró. Le tomó la mano helada, apéndice de un cuerpo tenso como las cuerdas de un violín.

—¡Señor Torres! ¡Policía! ¡Apártese! ¡Vamos a abrir!

El agente pateó con todas sus fuerzas la puerta y esta no opuso ningún tipo de resistencia a la autoridad. Cayó al suelo y dejó a la vista una escena de lo más dantesca. Sentado enfrente del tocador, estaba  Diego inmóvil, erguido, con sus enormes ojos azules abiertos clavados en aquel espejo que duplicaba aquella escena. Todos los que allí estaban sospecharon como iba a acabar todo.

—¡No!—logró articular Rosario desde el quicio de la puerta. Luis le apretó la mano aún más fuerte—. ¡No, Diego, no! —Esta vez su voz aumentó de volumen hasta estallar en un grito desgarrador y una violenta explosión de llanto. Se abrazó al asistente que, a pesar de todo, permanecía entero.

Los miembros del SEM se abalanzaron hacia Diego para tratar de reanimarlo.

—¿Qué es esto?—preguntó el médico que estaba examinando al guitarrista, a la vez que quitaba una especie de hilo metálico de alrededor de su cuello para tratar, en vano, de encontrarle el pulso.

—A ver…-dijo uno de los mossos—. Es una cuerda de guitarra. Por el grosor, parece una sexta.


—Llamen a un juez—ordenó el sanitario—. Este hombre está muerto. 








 

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