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Isidre estaba medio inconsciente cuando lo subieron a aquel SEAT 124 de la Policía Nacional y se lo llevaron a la comisaría de Vía Layetana de Barcelona. Durante el viaje se dio cuenta de que estaba esposado como un vulgar delincuente. No entendía qué era lo que había pasado. Tan solo creía recordar a alguien con una chaqueta gris que se le había abalanzado. Reconoció esa misma prenda en la del individuo que estaba a su lado en el coche. Sí, seguro. Era él.
Estaba asustado. Se oían todo tipo de historias de gente que era detenida por
los “grises” y de la que luego no se volvía a saber nada. Había sido una constante durante los casi
cuarenta años que llevaba Franco en el poder. Un compañero suyo, Tonet, se
dedicó, durante un tiempo, a imprimir ciertas octavillas que luego repartía en
la fábrica a quienes quisieran cogerlas.
La Policía fue una noche a la habitación que tenía alquilada para
llevárselo e interrogarlo. De eso hacía ya más de dos meses. Tonet había
desaparecido y todo el mundo se temía lo peor.
Por supuesto,
Isidre no era uno de ellos. Siempre se mantenía al margen. No quería buscarse problemas. Por eso no
comprendía el motivo de su detención. Sin embargo, se abstuvo de decir nada,
temiendo una respuesta violenta por parte de aquellos agentes.
Acababan de llegar a la comisaría. La cabeza se le iba aclarando poco a poco.
Fue auscultado por
un médico que le preguntó:
—¿Padece
usted alguna enfermedad? ¿Algún accidente?
—Tuve una hepatitis hace unos meses—respondió el detenido, ajeno a la sonrisa ladina que surgió en el
violento policía que lo acompañaba. Aquel galeno acababa de proporcionarle una
valiosa información.
Le hicieron las fotos de rigor para ficharlo. Lo
condujeron a una sala en la que había tan solo una silla
en la que lo sentaron y le ataron los brazos a la espalda. Iban a interrogarle.
Las paredes desnudas de aquel cuarto habían sido testigos de tanta brutalidad y
tanto dolor que por sí solas impresionaban. Isidre lo sabía y tenía miedo,
mucho más miedo del que nunca hubiera tenido. No cesaba de repetirse que todo
era un error: él no había hecho nada.
De repente le vinieron a la mente las imágenes de Lola y Martí. Por ellos se juró a sí mismo que
volvería a casa.
Transcurrido un tiempo- que nunca supo cuánto había sido, pero que se le hizo eterno- la única
puerta de la funesta sala se abrió y apareció el portador de la chaqueta gris.
Un sudor frío le recorrió la espalda.
—Vaya, vaya, José
¿qué haces por Barcelona? ¿Ya no tenéis suficiente trabajo en Madrid que os
mandan a provincias?—empezó aquel violento policía.
Isidre no contestó.
Estaba demasiado aterrorizado como para decir que no sabía de qué le estaba
hablando.
—¿El
señorito se niega a hablar? Bueno, quizás debería de ayudarte ¿no crees? —el
interrogador se quitó la chaqueta y se arremangó las mangas de la camisa con
parsimonia—. ¿Qué tal unas caricias cariñosas en esa barriga que parece que nos
ha molestado hace poco? —espetó, a la vez que le propinaba fuertes puñetazos en
el estómago y en el vientre —. ¡Ay, barriguita mala! Ahora te encuentras mejor
gracias a mis amorosos cuidados. Seguro que, además, has recuperado la memoria
y le cuentas a tu amiguito el inspector todo lo que sabes.
—No sé de qué me está hablando
—dijo el agredido.
—¿Tendré
que seguir con mis mimitos para que me cuentes porqué tú y tus compinches
matasteis a mi compañero, el inspector Vicente en Madrid?
Isidre no abrió la boca; era
evidente que había sido víctima de una lamentable confusión por parte de aquel
policía.
A estas alturas,
el inspector Fermín Torres ya se había
dado cuenta de que aquel desgraciado atado en la silla escupiendo sangre no era
quien había creído cuando lo había interceptado en el semáforo. Daba igual,
aquel don nadie serviría para advertir a aquellos malditos catalanistas,
comunistas y demás escoria humana.
Además el inspector estaba enfadado, muy enfadado. Su esposa
iba a salirse con la suya en contra de su voluntad. Así que se ensañó con el
detenido y le golpeó todo lo fuerte que pudo. Lo desató de la silla y le pisó
las dos manos hasta romperle los huesos en infinitos pedazos. Isidre supo que
nunca más podría tocar la guitarra. Se concentró más que nunca en rezar a
cualquier Dios que quisiera escucharle, para pedirle que pudiera volver a ver a
su familia. Solo aquello le daba fuerzas para resistir aquella tortura.
Finalmente, el detenido se desmayó a causa del inmenso dolor y el inspector Torres abrió
la puerta y llamó a alguien:
—Llevaos a nuestro invitado al calabozo y ponedle una
tirita. Es tan torpe que se ha caído de la silla—ordenó
estallando en una sonora carcajada. Estaba orgulloso del ingenioso chascarrillo
que se le había ocurrido.
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