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miércoles, 18 de mayo de 2016

PRIMERA CUERDA-Mi- Las Maravillas-4

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Isidre estaba medio inconsciente cuando lo subieron a aquel SEAT 124 de la Policía Nacional y se lo llevaron a la comisaría de Vía Layetana de Barcelona. Durante el viaje se dio cuenta de que estaba esposado como un vulgar delincuente. No entendía qué era lo que había pasado. Tan solo creía recordar a alguien con una chaqueta gris que se le había abalanzado. Reconoció esa misma prenda en la del individuo que estaba a su lado en el coche. Sí, seguro. Era él.

Estaba asustado. Se oían todo tipo de historias de gente que era detenida por los “grises” y de la que luego no se volvía a saber nada.  Había sido una constante durante los casi cuarenta años que llevaba Franco en el poder. Un compañero suyo, Tonet, se dedicó, durante un tiempo, a imprimir ciertas octavillas que luego repartía en la fábrica a quienes quisieran cogerlas.  La Policía fue una noche a la habitación que tenía alquilada para llevárselo e interrogarlo. De eso hacía ya más de dos meses. Tonet había desaparecido y todo el mundo se temía lo peor.

 Por supuesto, Isidre no era uno de ellos. Siempre se mantenía al margen. No quería buscarse problemas. Por eso no comprendía el motivo de su detención. Sin embargo, se abstuvo de decir nada, temiendo una respuesta violenta por parte de aquellos agentes.

Acababan de llegar a la comisaría. La cabeza se le iba aclarando poco a poco.

 Fue auscultado por un médico que le preguntó:

—¿Padece usted alguna enfermedad? ¿Algún accidente?

—Tuve una hepatitis hace unos meses—respondió el detenido, ajeno a la sonrisa ladina que surgió en el violento policía que lo acompañaba. Aquel galeno acababa de proporcionarle una valiosa información.
Le hicieron las fotos de rigor para ficharlo. Lo condujeron a una sala en la que había tan solo una silla en la que lo sentaron y le ataron los brazos a la espalda. Iban a interrogarle. Las paredes desnudas de aquel cuarto habían sido testigos de tanta brutalidad y tanto dolor que por sí solas impresionaban. Isidre lo sabía y tenía miedo, mucho más miedo del que nunca hubiera tenido. No cesaba de repetirse que todo era un error: él no había hecho nada.

De repente le vinieron a la mente las imágenes de Lola y Martí. Por ellos se juró a sí mismo que volvería a casa.
Transcurrido un tiempo- que nunca supo cuánto había sido, pero que se le hizo eterno- la única puerta de la funesta sala se abrió y apareció el portador de la chaqueta gris. Un sudor frío le recorrió la espalda.

—Vaya, vaya, José ¿qué haces por Barcelona? ¿Ya no tenéis suficiente trabajo en Madrid que os mandan a provincias?—empezó aquel violento policía.

Isidre no contestó. Estaba demasiado aterrorizado como para decir que no sabía de qué le estaba hablando.

—¿El señorito se niega a hablar? Bueno, quizás debería de ayudarte ¿no crees? —el interrogador se quitó la chaqueta y se arremangó las mangas de la camisa con parsimonia—. ¿Qué tal unas caricias cariñosas en esa barriga que parece que nos ha molestado hace poco? —espetó, a la vez que le propinaba fuertes puñetazos en el estómago y en el vientre —. ¡Ay, barriguita mala! Ahora te encuentras mejor gracias a mis amorosos cuidados. Seguro que, además, has recuperado la memoria y le cuentas a tu amiguito el inspector todo lo que sabes.

—No sé de qué me está hablando —dijo el agredido.

—¿Tendré que seguir con mis mimitos para que me cuentes porqué tú y tus compinches matasteis a mi compañero, el inspector Vicente en Madrid?

Isidre no abrió la boca; era evidente que había sido víctima de una lamentable confusión por parte de aquel policía.

 A estas alturas, el inspector Fermín Torres ya se había dado cuenta de que aquel desgraciado atado en la silla escupiendo sangre no era quien había creído cuando lo había interceptado en el semáforo. Daba igual, aquel don nadie serviría para advertir a aquellos malditos catalanistas, comunistas y demás escoria humana.

 Además el inspector estaba enfadado, muy enfadado. Su esposa iba a salirse con la suya en contra de su voluntad. Así que se ensañó con el detenido y le golpeó todo lo fuerte que pudo. Lo desató de la silla y le pisó las dos manos hasta romperle los huesos en infinitos pedazos. Isidre supo que nunca más podría tocar la guitarra. Se concentró más que nunca en rezar a cualquier Dios que quisiera escucharle, para pedirle que pudiera volver a ver a su familia. Solo aquello le daba fuerzas para resistir aquella tortura.

Finalmente, el detenido se desmayó a causa del inmenso dolor y el inspector Torres abrió la puerta y llamó a alguien:

—Llevaos a nuestro invitado al calabozo y ponedle una tirita. Es tan torpe que se ha caído de la silla—ordenó estallando en una sonora carcajada. Estaba orgulloso del ingenioso chascarrillo que se le había ocurrido.






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