—Has tenido suerte, campeón. Puedes irte a casa.
Quien decía estas palabras era
uno de los funcionarios de prisiones que se encargaban del recinto donde estaba
encerrado Isidre.
Eran las tres del mediodía del viernes once de julio. Hacía casi cuarenta y ocho
horas que había empezado aquella pesadilla. Intentó lavarse la cara, pero tanto
esta como sus manos estaban grotescamente hinchadas. Aunque sentía mucho dolor,
estaba muy contento; alguna de las divinidades a quien se había encomendado en
las jornadas anteriores lo había escuchado y se había apiadado de él.
En cuanto pudo, lo llevaron a las oficinas. Mientras
esperaba sentado en una incómoda silla de
plástico en un pasillo, pasaron dos policías que iban hablando:
—¿Te
has enterado de que Torres va a ser padre? ¡Su mujer ha ingresado para dar a
luz!
—¿Qué
me estás contando? ¡Ni tan solo sabía que María Teresa estuviera embarazada!
—Nadie lo sabía. Ha sido una
auténtica sorpresa. Por lo visto Torres ha salido hacia el hospital esta
mañana.
—Jajaja, pues como el niño tenga los mismos huevos que su padre, estamos
arreglados…
Isidre se sobresaltó.
Recordó que Lola estaba también a punto de dar a luz a su hijo y su corazón se
aceleró. No sabía nada… ¿Y si ya había nacido?
En cuanto pudo salir de la comisaría se dirigió todo lo deprisa que pudo a su casa. Al
llegar se encontró con que no había nadie. Bajó corriendo al piso de su vecina
y llamó desesperado:
—¡Fuensanta,
abre, haz el favor!
La puerta se abrió y
la prima de Lola apareció sorprendida de ver a Isidre en aquel lamentable
estado.
—¿Dónde
está mi mujer?¿Y Martí?¿Están bien?
—Isidre, ¿De dónde sales? ¿Qué
te ha sucedido? ¡Te hemos estado buscando por todas partes! Martí está aquí
conmigo y Lola está en el Valle Hebrón desde hace dos días. Enhorabuena, primo:
eres padre de otro niño.
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