6
Ya casi había amanecido cuando
Rosario se decidió a llamar a Luis.
—¿Sí?—
Su voz parecía recién salida del mundo de los sueños.
—Hola. Soy Rosario. ¿Sabes dónde está Diego? Aún no ha llegado a casa. He
llamado a su móvil y no da señal. Creo que lo tiene apagado.
—¿Diego?
Ayer lo dejé solo en el camerino, cambiando algunas cuerdas de la guitarra. No
me dejó hacerlo a mí. ¿Dices que aún no ha llegado a casa?
—No. Oye, te cuelgo. Voy a llamar al Palau de la Música, a ver si cuando salió le dijo a alguien donde se
iba—replicó ella.
—Llámame si necesitas
cualquier cosa, Rosario —añadió Luis. Lo dijo de todo corazón.
Desde el día en que la había visto por primera vez en aquel teatro
de Almería, ya no había podido quitársela de la cabeza. Aquel cuerpo esbelto y
aquellos ojos verdes habían hecho carambola en su corazón. Todo ello acompañado
de una muy bien amueblada cabeza. Sentía pensarlo, pero Diego no le llegaba a
su mujer ni a la suela de su zapato.
Todos esos sentimientos y pensamientos estaban condenados
a permanecer encerrados en lo más profundo de su
corazón. Sus condiciones de empleado y, sobretodo, de amigo de Diego le
impedían ir más allá en ese aspecto. Lo suyo sería un amor platónico como el
que describían los escritores románticos.
Aquella mañana ya no conseguiría
dormir más. Decidió darse una ducha y vestirse por si tenía que ir a algún
sitio a buscar al genio y devolverlo a su cueva. Acababa de secarse cuando sonó
de nuevo su móvil. Era ella.
—Dime, Rosario, ¿se
sabe algo?
—Luis, Diego no salió ayer del Palau de la Música y el camerino está cerrado.
Por lo visto la cerradura hacía días que se atascaba y no la habían arreglado.
Han estado llamando a la puerta pero no contesta. Han avisado a los Mossos de
Esquadra para que la abran. Yo cojo un taxi y me voy hacia allí. Estoy
demasiado alterada para coger el coche.
—Ahora mismo voy yo también—respondió el asistente, asombrado ante lo que acababa
de escuchar.
Se vistió a toda velocidad,
cogió las llaves de su Honda Civic rojo y se dirigió hacia el Palau de la
Música. El tráfico de Barcelona era fluido, en parte debido a que era sábado y
todavía no eran ni las ocho de la mañana. Dejó el coche en el aparcamiento del
Mercat de Santa Caterina y salió corriendo. Quería estar junto a Rosario en el
momento en que los Mossos abrieran la puerta. Cuando llegó ya había un par de
coches de la policía autonómica y una ambulancia. Un grupo de curiosos surgidos
de los transeúntes madrugadores se
preguntaban unos a otros qué estaban haciendo allí los del servicio de
emergencias. Algo gordo debía haber sucedido dentro.
Luis entró al Palau después de
identificarse ante el agente que custodiaba el acceso y se dirigió hacia la
puerta del camerino que la noche antes había ocupado Diego. Llegó junto a
Rosario que estaba junto a una multitud.
—Ya estoy aquí—susurró. Ella no
respondió, ni siquiera lo miró. Le tomó la mano helada, apéndice de un cuerpo
tenso como las cuerdas de un violín.
—¡Señor
Torres! ¡Policía! ¡Apártese! ¡Vamos a abrir!
El agente pateó con todas sus
fuerzas la puerta y esta no opuso ningún tipo de resistencia a la autoridad.
Cayó al suelo y dejó a la vista una escena de lo más dantesca. Sentado enfrente
del tocador, estaba Diego inmóvil,
erguido, con sus enormes ojos azules abiertos clavados en aquel espejo que
duplicaba aquella escena. Todos los que allí estaban sospecharon como iba a
acabar todo.
—¡No!—logró
articular Rosario desde el quicio de la puerta. Luis le apretó la mano aún más
fuerte—. ¡No, Diego, no! —Esta vez su voz aumentó de volumen hasta estallar en
un grito desgarrador y una violenta explosión de llanto. Se abrazó al asistente
que, a pesar de todo, permanecía entero.
Los miembros del SEM se abalanzaron hacia Diego para tratar
de reanimarlo.
—¿Qué
es esto?—preguntó el médico que estaba examinando al guitarrista, a la vez que
quitaba una especie de hilo metálico de alrededor de su cuello para tratar, en
vano, de encontrarle el pulso.
—A ver…-dijo uno de los
mossos—. Es una cuerda de guitarra. Por el grosor, parece una sexta.
—Llamen a un juez—ordenó el sanitario—. Este hombre está muerto.
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