—Venga, Martí, a dormir que ya es
muy tarde—dijo Lola a la vez que empezaba a desvestir al pequeño. Aquellas
cosas cada vez le costaban más debido a su ya abultado vientre.
—Pero papá no ha venido aún—protestó
el niño.
—Estará haciendo horas en la
fábrica. No te preocupes que, cuando venga, seguro que te da un besito aunque
estés durmiendo. Pero no sé si podrá porqué… ¡Ahora mismo te voy a comer yo!
Mua,mua,mua —la madre empezó a darle suaves besos por el cuello que le
produjeron cosquillas al pequeño, que llenó la humilde habitación de carcajadas
infantiles. Luego lo metió en la cama y lo arropó con la sábana.
—Cuéntame un cuento,
mami, por favor—pidió Martí.
—Muy bien. ¿Cuál quieres que te
cuente?—preguntó ella, sabiendo de antemano cual iba a ser su respuesta.
—Quiero el de los Músicos
de Bremen.
—Había una vez, en un
pueblo de Alemania, un campesino que tenía un burro que se había hecho viejo…—Lola
comenzó su narración y consiguió captar toda la atención de su hijo.
A Martí le encantaba la
historia de aquellos animales cuyos dueños creían que no servían para nada y
que, a pesar de todo, lograban ser músicos. El que más le gustaba era el burro
el cual, según la versión de su madre, aprendía a tocar la guitarra, como su
padre.
—Y colorín, colorado, este
cuento se ha acabado. Buenas noches, mi vida—Lola se inclinó para dar un suave
beso en la frente de su hijo y salió de la habitación, dejándola a oscuras.
Estaba muy preocupada. Era ya muy tarde e Isidre aún no había llegado. Ya en el comedor donde hacían vida,
miró a la otra compañera de su marido, que reposaba encima de una silla: su
guitarra. Esas eran las otras curvas que le quitaban horas de sueño a Isidre,
pero las necesitaba tanto y le hacían tanto bien, que a Lola nunca se le
hubiera ocurrido pedirle que no tocara.
Después
de tocar en el baile de la Fiesta Mayor, alguno de los músicos que se alojaban
en casa de su madre había dejado la guitarra como pago. Isidre no tenía por
aquel entonces demasiados juguetes y poco a poco había empezado a tocar, para
deleite de los que le rodeaban. Lo había acompañado a Barcelona cuando tuvo que
venir a cumplir el servicio militar.
Por aquel entonces la conoció a ella, una murciana de ojos azules que lo retuvo en la
ciudad condal. Lola acababa de llegar a la ciudad en el famoso tren
“Sevillano”. ¿Cómo olvidarlo? Ella recordaba aquel interminable viaje, con el
convoy a rebosar de gente y de sueños que esperaban poder cumplirse en la
anhelada Catalunya.
Al llegar a Barcelona la habían conducido, junto con otros pasajeros, a Montjuïc. A
algunos los habían devuelto a sus lugares de origen en el tren de vuelta. Ella
tuvo suerte. Consiguió quedarse gracias a un contrato de trabajo para ser la
criada de unos amigos de los dueños de la casa que, por entonces limpiaba su
prima Fuensanta. Le estaría eternamente agradecida. La había salvado de la
miseria a la que irremediablemente se hubiera visto abocada si hubiera
regresado a su tierra natal.
Tiempo después, su prima se casó con un catalán del Delta de l’Ebre,
llamado Roque. Este también trabajaba de mantenimiento en Fabra y Coats. Los
dos matrimonios vivían en el mismo edificio. La suerte no había querido dar
hijos a aquella buena gente y Fuensanta se quedaba siempre encantada con el
pequeño cuando Lola tenía que ir a algún sitio. Martí los quería muchísimo a
los dos.
Un pinchazo en el vientre la sacó de sus cavilaciones.
—“¡Oh,
no! ¡Ahora no!”—pensó.
Pero aquel bebé no quería esperar
más. Quería salir y quería hacerlo ya. Lola cogió la canastilla que tenía
preparada, bajó las escaleras y llamó a la puerta de Fuensanta.
—¡Abre,
por Dios! ¡Abre!
—¿Qué
ocurre? —preguntó su prima mientras abría. — ¡Oh, Dios mío! —exclamó a la vez
que veía el líquido que salía de entre las piernas de su prima. — ¡Roque!
¡Roque! ¡El bebé ya está aquí! ¡Lola ha roto aguas! ¡Corre! Pero… ¿Dónde está
Isidre?
—No lo sé. No ha llegado
todavía. Estoy muy nerviosa.
—Tranquilízate, seguro que
vendrá enseguida. No te alteres. Eso no le va bien al niño.
Roque se levantó de
un salto y se vistió con lo primero que encontró que resultó ser el mono de trabajo
azul que tenía que ponerse a la mañana siguiente para ir a la fábrica.
Fuensanta subió al piso de los
Tarrés para hacerse cargo del pequeño Martí, después de desearle una hora corta
a su prima. Su marido cogió las llaves de su coche, un Renault 8 de color café
con leche y condujo a toda velocidad hacia el Hospital del Valle Hebrón. Una
vez que llegaron allí y tumbaron a la parturienta en una camilla, Roque le
dijo:
—Tranquila, aquí
estás segura. Voy a buscar a Isidre. Mucha suerte—y, dicho esto, salió a
localizarlo.
Todo fue en vano y no logró encontrarlo. Algo le decía que Isidre no había
desaparecido voluntariamente.
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